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Sáhara Occidental: codicia, silencio y vergüenza

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Corría el año 1975, los últimos días de la dictadura de Franco y los años más duros de la Guerra Fría. Mientras que el continente africano se había descolonizado casi en su totalidad, España se negaba a desprenderse del Sáhara Occidental, al que consideraba provincia, con sus ciudadanos españoles de pleno derecho. Marruecos y en menor medida Mauritania presionaba para quedarse con el territorio. Marruecos usaba a sus aliados estadounidenses y franceses. Mauritania lo hacía con Argelia y la URSS. Al final, esa porción de tierra, donde muchos de nuestros padres y abuelos hicieron la mili y conservan una gran nostalgia sobre su paísaje de mar y dunas de arena quedó como una ficha del puzzle global que se montaba y se desmontaba aquellos días como si fuera una partida de Risk.

La marcha verde, aquella columna civil escoltada por 25.000 soldados marroquíes enviada por Hassan II, padre del actual rey de Marruecos, sirvió para que el Rey Juan Carlos, el hoy monarca emérito, ejerciendo ya como jefe de Estado, renunciara al territorio saharaui en favor del rey marroquí a cambio del apoyo a su figura por parte de Washington. Henry Kissinger, el hombre que movía aquellos hilos en la Casa Blanca, accedió al pacto. Reconocimiento de Juan Carlos y su monarquía y abandono del Sáhara en favor de Hassan II.

España, con Franco agonizando, abandonaba su provincia africana con una sensación de humillación en los militares que la custodiaban. El acuerdo incluía la celebración de un referéndum de autodeterminación auspiciado por la ONU que Marruecos siempre se negó a celebrar.

El país número 54 de África no es un país, pero tiene fronteras, capital, leyes, ciudadanos y hasta un ejército. Su estatus se enmarca en eso que en política exterior se llama Territorios no autónomos, como Palestina o Nagorno Karabaj, es decir, naciones sin estado. El Sáhara Occidental hoy no es uno sino dos. La parte oeste, que está bañada por el mar, permanece bajo el control de Marruecos y colonizada por decenas de miles de marroquíes. Esa presencia no es casual. Las minas de fosfatos y los bancos de pesca tienen la culpa. El interior, puro desierto, está gestionado por el frente polisario, la autoridad saharaui. Esta zona está separada de la anterior por un muro de adobe fortificado y minado. Una pequeña misión de la ONU, ahora sin responsable, monitorea las relaciones entre ellos sin que jamás haya puesto en marcha referéndum alguno, que en realidad era su mandato. La guerra entre ambos contendientes, como David y Goliath, no siempre fue favorable al más fuerte. Los soldados marroquíes, mucho más numerosos y mejor armados, a menudo desertaban para no enfrentarse en el desierto a las emboscadas saharauis. El fin de esa paz precaria llegó hace pocas semanas. El estado actual es de guerra, aunque sea una guerra de baja intensidad.

Para acabar de despertar el avispero, Donald Trump volvió a tomar una de esas decisiones que agitan el tablero y hacen que las cosas cambien para siempre, y no a favor de España, precisamente. Con su reconocimiento a la soberanía marroquí del Sáhara, pasa por encima de los acuerdos de la ONU, de los derechos de administración que aún posee España y de todas las relaciones geopolíticas de la región durante décadas. Para aumentar aún más la atención sobre el territorio, es desde sus costas de donde salen la mayoría de las pateras que hoy llegan cargadas de migrantes hasta las Islas Canarias, con la consiguiente pasividad de las autoridades marroquíes en el control de esa frontera. Cuantos más inmigrantes llegen a España, más presión migratoria y más potencia negociadora tiene Marruecos, una estrategia que no es nueva.

Para desentrañar lo que sucede en ese lugar, con enormes vínculos con España y sumergido en cierto olvido, contamos con Rosa Meneses, experta en el Magreb, periodista de EL MUNDO y reportera que ha cubierto toda la primavera árabe, y Ebbaba Hameida, una periodista saharaui nacida en los campamentos de refugiados saharauis de Tinduf y que ejerce su trabajo en España.

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La marcha verde, aquella columna civil escoltada por 25.000 soldados marroquíes enviada por Hassan II, padre del actual rey de Marruecos, sirvió para que el Rey Juan Carlos, el hoy monarca emérito, ejerciendo ya como jefe de Estado, renunciara al territorio saharaui en favor del rey marroquí a cambio del apoyo a su figura por parte de Washington. Henry Kissinger, el hombre que movía aquellos hilos en la Casa Blanca, accedió al pacto. Reconocimiento de Juan Carlos y su monarquía y abandono del Sáhara en favor de Hassan II.

España, con Franco agonizando, abandonaba su provincia africana con una sensación de humillación en los militares que la custodiaban. El acuerdo incluía la celebración de un referéndum de autodeterminación auspiciado por la ONU que Marruecos siempre se negó a celebrar.

El país número 54 de África no es un país, pero tiene fronteras, capital, leyes, ciudadanos y hasta un ejército. Su estatus se enmarca en eso que en política exterior se llama Territorios no autónomos, como Palestina o Nagorno Karabaj, es decir, naciones sin estado. El Sáhara Occidental hoy no es uno sino dos. La parte oeste, que está bañada por el mar, permanece bajo el control de Marruecos y colonizada por decenas de miles de marroquíes. Esa presencia no es casual. Las minas de fosfatos y los bancos de pesca tienen la culpa. El interior, puro desierto, está gestionado por el frente polisario, la autoridad saharaui. Esta zona está separada de la anterior por un muro de adobe fortificado y minado. Una pequeña misión de la ONU, ahora sin responsable, monitorea las relaciones entre ellos sin que jamás haya puesto en marcha referéndum alguno, que en realidad era su mandato. La guerra entre ambos contendientes, como David y Goliath, no siempre fue favorable al más fuerte. Los soldados marroquíes, mucho más numerosos y mejor armados, a menudo desertaban para no enfrentarse en el desierto a las emboscadas saharauis. El fin de esa paz precaria llegó hace pocas semanas. El estado actual es de guerra, aunque sea una guerra de baja intensidad.

Para acabar de despertar el avispero, Donald Trump volvió a tomar una de esas decisiones que agitan el tablero y hacen que las cosas cambien para siempre, y no a favor de España, precisamente. Con su reconocimiento a la soberanía marroquí del Sáhara, pasa por encima de los acuerdos de la ONU, de los derechos de administración que aún posee España y de todas las relaciones geopolíticas de la región durante décadas. Para aumentar aún más la atención sobre el territorio, es desde sus costas de donde salen la mayoría de las pateras que hoy llegan cargadas de migrantes hasta las Islas Canarias, con la consiguiente pasividad de las autoridades marroquíes en el control de esa frontera. Cuantos más inmigrantes llegen a España, más presión migratoria y más potencia negociadora tiene Marruecos, una estrategia que no es nueva.

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