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Amor a primera vista (Jaime Baily) Sporting Cristal

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Corría el año de 1979. Para mí, literalmente corría: me escapaba del colegio (corriendo, tras escabullirme por un hueco del alambrado), me fugaba de la casa de mis padres (corriendo por la bajada de los Cóndores, en las alturas de Chaclacayo), huía de mi soledad (corriéndomela). Yo tenía entonces 14 años y ya algunos desengaños. Una mañana de invierno me marché de la casa de mis padres. No era la primera vez, no sería la última. Llevaba conmigo una vieja maleta de mi abuelo. Antes de huir, confundí en ella una radio portátil, revista de fútbol, una foto estragada de Farrah Fawcett y algo de ropa. Qué hubiera sido de mí en esos años sin Pocho y Farrah Fawcett. Pocho me acompañaba en la radio todas las noches (Ovación de radio El Sol; un Perú en sintonía), a Farrah Fawcett la amaba, afiebrado, con una mano. El gordo era mi amigo del alma; la rubia, mi amante furtiva (y en este caso fugitiva). Escondido en un modesto hotel del centro de Lima, leí en la prensa que Cristal jugaría ese fin de semana en Huancayo. No lo dudé: fuí a la estación de Desamparados, compré un boleto y viajé en tren a Huancayo. Mentiría si dijera que el viaje fue una paliza. Una guapa estudiante de la Católica, que me invitó cigarrillos y me permitió recostarme en sus piernas y acaricio mi aturdida cabeza, me enseñó que es posible encontrar ternura y belleza en un tren de madrugada a la sierra. Yo todavía no era hincha de nadie. No quería ser de la “U”, tampoco del Alianza. Desde chico me he resistido (es un instinto que agradezco) a estar en las mayorías. Veía con simpatía al Muni y a Cristal. Me gustaba que fuesen equipos marginales, minoritarios. Tal vez me sentía más cerca del Muni, por que ciertas tardes después del Colegio de regreso a Chaclacayo, me trepaba a los muros del Hebraica y lo veía entrenar. Cristal era entonces una causa perdida. A mí siempre me han gustado las causas perdidas. Ese domingo en el estadio de Huancayo fuí uno de los treinta o cuarenta entusiastas que, agitando banderas, golpeando bombos, y fatigando las gargantas, afirmamos a viva voz, sobre los crujientes bancas, nuestra (desolada) pasión por Cristal. Conocí aquella tarde que no siempre goles son amores: a veces, si los gritas allá arriba, en la montaña, son también soroches. Borracho de alegría (aunque no solo de alegría), pasé esa noche procurando inútilmente alguna forma de comercio verbal con dos alemanes que, del todo indiferentes a mis ardores futboleros, fumaban, taciturnos, una pipa de marihuana. Por supuesto, no podía faltar al siguiente partido de Cristal, Habría sido un crimen perderme los desplantes del Loco Quiroga, las operaciones sin anestesia del Panadero Díaz, la aérea elegancia del Gran Capitán, el zig zag del Trucha, la zurda astuta del Ciego y sobre todo, el arte muy peruano de Cachito, que consistía, bien se sabe, en despreciar los goles fáciles (pelota reventada a la tribuna), para sólo convertir los imposibles. La cita fue en el Nacional de Lima contra la “U”. Compré entrada en la tribuna Oriente para estar con la despoblada barra de Cristal, pero, sobre todo, porque no me alcanzó la plata para comprar Occidente. Me veo ahora sentado en una banca de Oriente Alta, apretujado, comiendo incontables barquillos, la radio a pilas encendida en Ovación, la voz risueña de Pocho recorriendo como un eco el estadio, los olores recios a fritangas, café y maní, las manos rojas de aplaudir. Cuando Percy metió el primer gol, un hombre obeso, en guayabera, que había estado observándome sentado en las gradas, me cogió del brazo y, en medio del griterío, me dijo al oído: - Soy policía, Mejía de la PIP. Vengo contratado por tu viejo. Andaba buscándote. Vamos, tengo que llevarte a tu casa. Le rogué que me permitiera ver el partido. Se negó, siempre agarrándome del brazo. Tenía que cumplir su papel de duro. Bajando las escaleras, esquivando riachuelos de orina, insistí: - Ya pues, hermano. Sé buena gente, que te cuesta. Vemos el partido y nos vamos. En ese momento, las tribunas rugieron gol. Era obvio, por el estruendo de los festejos, que la U había metido ese gol. - Mierda, nos empataron - dijo Mejía, olvidando sus tareas de sabueso, delatando su pasión por Cristal.- Vamos, corre -añadió, y trepó de dos en dos las pestilentes escaleras, de regreso a la tribuna. El fútbol tiene esa magia: suspende la realidad, suprime, aunque sólo sea por noventa minutos, las contrariedades y amarguras que a todos nos son inevitables, inventa un mundo propio, donde, por lo general, prevalecen la destreza, el arrojo, la armonía (pero en el cual, como en la vida, no siempre ganan los buenos). Mejía y yo nos sentamos en las gradas porque mi sitio ya había sido ocupado. Cuando Cristal metió el segundo gol, Mejía saltó, gritó como un oso, exhibió sin pudor su condición de fanático. Yo no me alegré tanto. Estaba pensando en lo que me esperaba en casa de mis padres después del partido. Pero fue con el tercer gol de Cristal cuando Mejía enloqueció de alegría, me disolvió en un abrazo virulento y, sometiéndome al severo olor de sus axilas, gritó conmigo, como un niño: - ¡Gol, carajo, Gol! Saltaba a la vista (literalmente saltaba) que Mejía era un hincha de los que lloran cuando pierde su equipo. Esa noche Cristal ganó tres a uno, y Mejía me llevó a Chaclacayo. En el camino, media hora de huecos y camiones, sólo hablamos de fútbol, Pocho en la radio comentando y entrevistando desde camerinos (Oye, Panadero, ahora que han ganado, ¿me vas a invitar por fin el cebiche que me debes?). Al despedirnos, Mejía me abrazó con la complicidad de la victoria. - Nos vemos en el estadio el próximo domingo- me dijo. Mi padre abrió la puerta. No levantó la voz ni me hizo reproches. Más bien me sorprendió: - Sabía que ibas a ir al estadio. Entré en la cocina. Mi madre me esperaba con algo de comida. Me abrazó, resignada ya a mis fugas y desvaríos. - ¿Estás bien? - me preguntó. - Si -le dije-, Ganó Cristal. Todo estaba bien, en efecto. Había olvidado mi radio a pilas en el estadio y mi foto de Farrah Fawcett en el hotel, para no mencionar el penoso regreso a la casa de mis padres, pero la certeza de saberme hincha de Cristal compensó sobradamente esos percances. A Mejía lo volví a ver en el estadio. Llevaba consigo una radio a pilas que, estoy seguro, era la mía.
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Escondido en un modesto hotel del centro de Lima, leí en la prensa que Cristal jugaría ese fin de semana en Huancayo. No lo dudé: fuí a la estación de Desamparados, compré un boleto y viajé en tren a Huancayo. Mentiría si dijera que el viaje fue una paliza. Una guapa estudiante de la Católica, que me invitó cigarrillos y me permitió recostarme en sus piernas y acaricio mi aturdida cabeza, me enseñó que es posible encontrar ternura y belleza en un tren de madrugada a la sierra. Yo todavía no era hincha de nadie. No quería ser de la “U”, tampoco del Alianza. Desde chico me he resistido (es un instinto que agradezco) a estar en las mayorías. Veía con simpatía al Muni y a Cristal. Me gustaba que fuesen equipos marginales, minoritarios. Tal vez me sentía más cerca del Muni, por que ciertas tardes después del Colegio de regreso a Chaclacayo, me trepaba a los muros del Hebraica y lo veía entrenar. Cristal era entonces una causa perdida. A mí siempre me han gustado las causas perdidas. Ese domingo en el estadio de Huancayo fuí uno de los treinta o cuarenta entusiastas que, agitando banderas, golpeando bombos, y fatigando las gargantas, afirmamos a viva voz, sobre los crujientes bancas, nuestra (desolada) pasión por Cristal. Conocí aquella tarde que no siempre goles son amores: a veces, si los gritas allá arriba, en la montaña, son también soroches. Borracho de alegría (aunque no solo de alegría), pasé esa noche procurando inútilmente alguna forma de comercio verbal con dos alemanes que, del todo indiferentes a mis ardores futboleros, fumaban, taciturnos, una pipa de marihuana. Por supuesto, no podía faltar al siguiente partido de Cristal, Habría sido un crimen perderme los desplantes del Loco Quiroga, las operaciones sin anestesia del Panadero Díaz, la aérea elegancia del Gran Capitán, el zig zag del Trucha, la zurda astuta del Ciego y sobre todo, el arte muy peruano de Cachito, que consistía, bien se sabe, en despreciar los goles fáciles (pelota reventada a la tribuna), para sólo convertir los imposibles. La cita fue en el Nacional de Lima contra la “U”. Compré entrada en la tribuna Oriente para estar con la despoblada barra de Cristal, pero, sobre todo, porque no me alcanzó la plata para comprar Occidente. Me veo ahora sentado en una banca de Oriente Alta, apretujado, comiendo incontables barquillos, la radio a pilas encendida en Ovación, la voz risueña de Pocho recorriendo como un eco el estadio, los olores recios a fritangas, café y maní, las manos rojas de aplaudir. Cuando Percy metió el primer gol, un hombre obeso, en guayabera, que había estado observándome sentado en las gradas, me cogió del brazo y, en medio del griterío, me dijo al oído: - Soy policía, Mejía de la PIP. Vengo contratado por tu viejo. Andaba buscándote. Vamos, tengo que llevarte a tu casa. Le rogué que me permitiera ver el partido. Se negó, siempre agarrándome del brazo. Tenía que cumplir su papel de duro. Bajando las escaleras, esquivando riachuelos de orina, insistí: - Ya pues, hermano. Sé buena gente, que te cuesta. Vemos el partido y nos vamos. En ese momento, las tribunas rugieron gol. Era obvio, por el estruendo de los festejos, que la U había metido ese gol. - Mierda, nos empataron - dijo Mejía, olvidando sus tareas de sabueso, delatando su pasión por Cristal.- Vamos, corre -añadió, y trepó de dos en dos las pestilentes escaleras, de regreso a la tribuna. El fútbol tiene esa magia: suspende la realidad, suprime, aunque sólo sea por noventa minutos, las contrariedades y amarguras que a todos nos son inevitables, inventa un mundo propio, donde, por lo general, prevalecen la destreza, el arrojo, la armonía (pero en el cual, como en la vida, no siempre ganan los buenos). Mejía y yo nos sentamos en las gradas porque mi sitio ya había sido ocupado. Cuando Cristal metió el segundo gol, Mejía saltó, gritó como un oso, exhibió sin pudor su condición de fanático. Yo no me alegré tanto. Estaba pensando en lo que me esperaba en casa de mis padres después del partido. Pero fue con el tercer gol de Cristal cuando Mejía enloqueció de alegría, me disolvió en un abrazo virulento y, sometiéndome al severo olor de sus axilas, gritó conmigo, como un niño: - ¡Gol, carajo, Gol! Saltaba a la vista (literalmente saltaba) que Mejía era un hincha de los que lloran cuando pierde su equipo. Esa noche Cristal ganó tres a uno, y Mejía me llevó a Chaclacayo. En el camino, media hora de huecos y camiones, sólo hablamos de fútbol, Pocho en la radio comentando y entrevistando desde camerinos (Oye, Panadero, ahora que han ganado, ¿me vas a invitar por fin el cebiche que me debes?). Al despedirnos, Mejía me abrazó con la complicidad de la victoria. - Nos vemos en el estadio el próximo domingo- me dijo. Mi padre abrió la puerta. No levantó la voz ni me hizo reproches. Más bien me sorprendió: - Sabía que ibas a ir al estadio. Entré en la cocina. Mi madre me esperaba con algo de comida. Me abrazó, resignada ya a mis fugas y desvaríos. - ¿Estás bien? - me preguntó. - Si -le dije-, Ganó Cristal. Todo estaba bien, en efecto. Había olvidado mi radio a pilas en el estadio y mi foto de Farrah Fawcett en el hotel, para no mencionar el penoso regreso a la casa de mis padres, pero la certeza de saberme hincha de Cristal compensó sobradamente esos percances. A Mejía lo volví a ver en el estadio. 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