Cuarto Domingo de Adviento
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Cuarto Domingo de Adviento
Después de la Anunciación, cuando el ángel Gabriel se retiró, San Lucas dice que María se levantó y marchó deprisa a la montaña, a una ciudad de Judá. Tenía prisa para cumplir la voluntad de Dios. Aunque Dios no le pidió que fuera a ayudar a su prima Isabel, ella se dio cuenta de que eso era lo que Dios quería, y no perdió tiempo pensándolo. José seguramente la acompañaría, un viaje de tres o cuatro días, unos caminos peligrosos a través de las montañas. Le preguntaría el porqué de esa precipitada decisión y le diría que su prima anciana estaba encinta. Los Padres de la Iglesia ven en este episodio un ejemplo de la vida de la Virgen, una actitud de docilidad, rápida y alegre, a lo que Dios quería de ella. Podemos aprender de ella, a no arrastrar los pies cuando vemos lo que Dios nos pide.
Otra lección que podemos aprender de María es su deseo de ayudar a los demás, por encima de las preparaciones que tendría que hacer para el nacimiento de su propio bebé. Tenía una buena excusa para posponer su viaje, pero sabiendo que su prima era entrada en años, y que ya le quedaban solo tres meses para dar a luz, decidió ir a ayudarla. Cuando el Espíritu Santo pone en nuestra mente, de diferentes maneras, la idea de que otros están necesitando ayuda, deberíamos seguir el ejemplo de María y echarles una mano. No podemos olvidar que somos felices cuando nos damos a los demás. Todos tenemos problemas, pero la mejor manera de arreglarlos es centrarnos en los demás. La mayoría de nuestras preocupaciones son creadas por nuestras mentes, y desparecen cuando nos concentramos en servir a los demás.
María trae a Jesús a su prima Isabel. También nos lo trae a nosotros. Estamos ahora en un tiempo de espera ansiosa para la Navidad, para el nacimiento de Jesús en nuestras almas. María cumple su misión de mediadora, canal de todas las gracias. Cuanto más cercanos estemos de María, más cercanos estamos de Jesús. Una vez tenemos a Jesús con nosotros, podemos llevar nuestra fe a los demás. Las madres al traer una nueva vida al mundo participan de su bendición. También nosotros podemos experimentar esa experiencia espiritual.
Cuando Isabel saludó a María, su niño saltó en su seno. Dos bebés se encontraron desde su regazo y se reconocieron. San Juan no pudo contener su alegría y quiso nacer en ese momento. Los teólogos dicen que San Juan fue santificado en el vientre de su madre, bautizado siendo testigo de Jesús. Por eso celebramos su nacimiento. No es fácil reconocer a Jesús que pasa por nuestras vidas, a veces muy escondido detrás de la cruz. Hoy le pedimos a San Juan Bautista que nos ayude a ser testigo de Jesús y saltar de alegría ante su encuentro.
Isabel comenzó a alabar a su prima, llena del Espíritu Santo: “Bendita eres tú entre todas las mujeres y bendito es el fruto de tu vientre.” Decimos estas palabras cada vez que rezamos el Ave María, muchas veces sin darnos cuenta lo que estamos diciendo. Seamos testigos de Jesús en nuestras vidas y así podremos traerlo a los demás.
josephpich@gmail.com
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