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6 Domingo B Curación de un leproso

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Curación de un leproso

La primera lectura de la Misa nos habla de las costumbres judías con la lepra. Siendo una enfermedad contagiosa, la ley declaraba a los leprosos impuros y tenían que abandonar la sociedad. Los leprosos vivían juntos y debían anunciar su presencia tocando una campana o gritando que estaban manchados. La lepra era juzgada como un castigo de Dios. Su curación era considerada como una de las bendiciones que traería el Mesías. Mas que el dolor físico, lo más duro de la enfermedad era la ausencia de amigos y familiares. Es más fácil sufrir cuando tienes gente cerca de ti. Cuando se curaban, debían presentarse a los sacerdotes para certificar su recuperación. El Coronavirus nos recuerda a la lepra. Fue una pena ver a tanta gente mayor morir sola.

Todos nosotros tenemos la lepra; somos pecadores. La lepra es una enfermedad horrible que se va comiendo el cuerpo poco a poco. Lo mismo pasa con el alma en pecado, aunque con consecuencias más profundas. El alma es el lugar del hombre donde habita Dios y es inmortal. Si la gente pudiera ver nuestra alma, iríamos a confesarnos todos los días, como nos miramos en el espejo al levantarnos cada día, nos lavamos y perdemos mucho tiempo y dinero pensando en cómo mejorar nuestra imagen corporal. Nuestros pecados nos avergüenzan, pero nos cuesta traerlos ante el sacerdote, para que Jesús los cure.

En el evangelio vemos a un leproso acercarse a Jesús y arrodillarse delante él. Le estaba prohibido estar allí, en un pueblo lleno de gente. Reconoció quien era Jesús y se acercó a él, aunque iba contra de la ley. Tenía un deseo tan profundo de curarse que pasó por alto las costumbres sociales. También nosotros debemos mostrar esa determinación. Nada nos debería parar para limpiar nuestra alma. El demonio, la gente y nuestra vergüenza, intentaran pararnos en nuestro deseo de purificarnos.

El leproso le dijo a Jesús: “Si quieres, puedes limpiarme.” ¡Qué bien pedido! Con estas palabras el leproso se ganó a Jesús. Tenemos que aprender de él como mover el corazón de Cristo. Cuanto mejor conozcamos al Maestro, mejor sabremos conseguir lo que necesitamos. Cada persona tiene un agujero para meter la llave y abrir la cerradura de su corazón. Aprendemos esas lecciones en nuestra oración, cuando nos encontramos con él cara a cara.

Jesús, “compadecido, extendió la mano, le toco y le dijo: Quiero, queda limpio.” Jesús hizo lo que estaba prohibido: tocar la lepra. Jesús está dispuesto a tocar nuestras heridas. A nosotros nos avergüenzan, pero debemos dejar a Jesús que nos las cure con la ternura de una madre. San Francisco de Asís no podía aguantar a los leprosos. En una ocasión se le acercó un leproso, mendigando una limosna, extendiendo lo que le quedaba de la mano. Francisco iba dejar caer una moneda en su mano con cara de asco, pero se controló, le cogió la mano y la besó. El leproso desapareció; era Jesús. Cuando Jesús curó al leproso fue una curación instantánea. Otros milagros fueron graduales. Aquí su piel, sus miembros, su cara, crecieron inmediatamente. Debió ser una escena asombrosa, mágica. El leproso recuperó sus bonitos ojos azules. Lo primero que vio fue la faz de Jesús, sonriendo.

josephpich@gmail.com

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Todos nosotros tenemos la lepra; somos pecadores. La lepra es una enfermedad horrible que se va comiendo el cuerpo poco a poco. Lo mismo pasa con el alma en pecado, aunque con consecuencias más profundas. El alma es el lugar del hombre donde habita Dios y es inmortal. Si la gente pudiera ver nuestra alma, iríamos a confesarnos todos los días, como nos miramos en el espejo al levantarnos cada día, nos lavamos y perdemos mucho tiempo y dinero pensando en cómo mejorar nuestra imagen corporal. Nuestros pecados nos avergüenzan, pero nos cuesta traerlos ante el sacerdote, para que Jesús los cure.

En el evangelio vemos a un leproso acercarse a Jesús y arrodillarse delante él. Le estaba prohibido estar allí, en un pueblo lleno de gente. Reconoció quien era Jesús y se acercó a él, aunque iba contra de la ley. Tenía un deseo tan profundo de curarse que pasó por alto las costumbres sociales. También nosotros debemos mostrar esa determinación. Nada nos debería parar para limpiar nuestra alma. El demonio, la gente y nuestra vergüenza, intentaran pararnos en nuestro deseo de purificarnos.

El leproso le dijo a Jesús: “Si quieres, puedes limpiarme.” ¡Qué bien pedido! Con estas palabras el leproso se ganó a Jesús. Tenemos que aprender de él como mover el corazón de Cristo. Cuanto mejor conozcamos al Maestro, mejor sabremos conseguir lo que necesitamos. Cada persona tiene un agujero para meter la llave y abrir la cerradura de su corazón. Aprendemos esas lecciones en nuestra oración, cuando nos encontramos con él cara a cara.

Jesús, “compadecido, extendió la mano, le toco y le dijo: Quiero, queda limpio.” Jesús hizo lo que estaba prohibido: tocar la lepra. Jesús está dispuesto a tocar nuestras heridas. A nosotros nos avergüenzan, pero debemos dejar a Jesús que nos las cure con la ternura de una madre. San Francisco de Asís no podía aguantar a los leprosos. En una ocasión se le acercó un leproso, mendigando una limosna, extendiendo lo que le quedaba de la mano. Francisco iba dejar caer una moneda en su mano con cara de asco, pero se controló, le cogió la mano y la besó. El leproso desapareció; era Jesús. Cuando Jesús curó al leproso fue una curación instantánea. Otros milagros fueron graduales. Aquí su piel, sus miembros, su cara, crecieron inmediatamente. Debió ser una escena asombrosa, mágica. El leproso recuperó sus bonitos ojos azules. Lo primero que vio fue la faz de Jesús, sonriendo.

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